¿Para qué fuimos educadas? El papel de la mujer no ha estado ajeno a los cambios económicos, políticos y sociales vividos por la sociedad. En el curso del presente siglo la sociedad mexicana se ha transformado profundamente y la mujer ha participado de manera activa en tales cambios.

Ver: Mujer, protagonista y líder 

 Tradicionalmente el desempeño de la mujer ha estado ligado a su función reproductora. Ha sido el eje de la familia en las tareas del hogar y la crianza. Tanto la educación como la responsabilidad de los hijos recaen sobre ella. Este tipo de participación femenina es, antes que nada, el resultado de condiciones históricas y sociales. Así vemos que cuando era menester garantizar la sobrevivencia de la familia y la cantidad de los hijos constituía un factor clave para su continuidad, al tiempo que la prole crecía se integraba en algún tipo de actividad doméstica en el campo, adecuada a sus capacidades, para con ello contribuir a la consecución de los medios materiales para asegurar la reproducción del núcleo familiar (pastoreo, agricultura, ordeña, etc.). En el régimen de ayuda familiar las familias requerían de muchos hijos, pues eran a la vez mano de obra y fuerza de trabajo y contribuían a la perpetuación del linaje familiar. En este esquema de reproducción social la escuela parecía un lujo ocioso. El fin primario del grupo familiar era generar riqueza inmediata. La mujer dedicada exclusivamente a los hijos era dependiente económicamente.

A partir de la revolución mexicana el papel de la mujer inició la senda de la transformación. El requerimiento de capital humano calificado tomó un lugar preponderante. La educación de los hijos comenzó a ser la mayor preocupación y la necesidad de más recursos económicos para financiarla obligó a la mujer a colaborar en su procuración, para que en el largo plazo sus descendientes aprovechen la oportunidad de generar riqueza mediante el empleo remunerado. Dedicar una cantidad creciente de los activos familiares a la formación de capacidades productivas en la descendencia es una de las causas de la necesidad de contar con dos fuentes de ingreso.

 La dedicación al trabajo fuera de casa por parte del padre y de la madre redujo el tiempo disponible para la crianza y la educación de los hijos, lo que se tradujo en una complejización de los procesos de integración social. Hoy las familias se muestran diferentes. La incorporación cada vez más extensa de las mujeres al mercado laboral ha cambiado las pautas de reproducción, cuyas consecuencias más palpables son: la disminución de la fecundidad, el que la nupcialidad se realice a una edad más tardía, un aumento de los divorcios, un incremento de la presencia de las mujeres en las instituciones educativas (públicas y privadas), la creciente operación de instituciones de crianza y enseñanza (escuelas y guarderías), el mayor uso de métodos anticonceptivos, etc. 

 La condición reproductora de las mujeres y la separación de roles entre los hombres y las mujeres en el trabajo las ha puesto en una situación de desventaja con respecto a los hombres. El trabajo productivo corresponde al modelo de trabajo asalariado y por lo cual "vale", mientras el trabajo reproductivo no supone esfuerzo socialmente reconocido, pues esconde su naturaleza, en un deber y obligación. Su cumplimiento ha sido considerado superfluo, casi denigrante.

Asimismo el trabajo doméstico es fundamental, aun cuando no haya sido concebido como trabajo y se realice, aparentemente, sin ningún desgaste personal. El trabajo doméstico es el nuevo muro que habrá que quebrantar para alcanzar la igualdad efectiva entre hombres y mujeres.

México, como cualquier sociedad, está representado por su heterogeneidad y desigualdad y la condición de la mujer no está ajena a esta primicia. Más aún: la integración del sector femenino al trabajo productivo condujo a que ahora el trabajo reproductivo se niegue, se oculte y se minimice. Al trabajo doméstico se le asigna un tipo de tarea muy visible: limpiar la casa, cocinar, ocuparse de la ropa; esto es, mantener las condiciones mínimas para preservar el funcionamiento del núcleo familiar. El trabajo doméstico es un trabajo rutinario para el que no se necesita especial cualificación, que se transmite de madres a hijas y cuyas características principales son el esfuerzo físico y la monotonía. Además, existen otras actividades silenciadas, a las que ni siquiera se les confiere categoría de trabajo: decisión sobre comidas, la relación con el entorno inmediato -como los vecinos-, las tareas rutinarias que exigen atención especial, el manejo de un conjunto de criterios complejos, etcétera.

Sin embargo de ellas depende que la vida familiar resulte placentera o que sea una carrera de obstáculos. Si bien es cierto que el porcentaje de mujeres que trabajan fuera de casa ha aumentado, sólo unas cuantas, que se desempeñan como profesionistas, políticas o empresarias, reciben un trato justo, una consideración social y un ingreso similar al del varón; y son ellas la referencia cuando se dice que estamos en una sociedad igualitaria. Pero éstas no son mayoría.

Sobre la mayor parte de las mujeres recae el trabajo doméstico, y peor aún cuando también se es partícipe del trabajo remunerado, con un salario menor al del hombre, lo cual no otorga autonomía alguna, sino, por el contrario, contribuye a aumentar la carga de trabajo. Así la incorporación de la mujer al trabajo remunerado no ha conducido a la igualdad; la lucha de la mujer por un trato más justo e igualitario cada vez toma mayor importancia social, el reconocimiento del valor de la crianza y la comprensión de la maternidad cada vez están más lejos de ser una causa común. Ya en el fin del siglo XX corresponde a la mujer una doble misión: lograr una participación social igualitaria y trabajar para generar en el ámbito familiar el reconocimiento pleno a sus tareas y desempeño, corresponsabilizando al varón en la conducción diaria del hogar. Socorro Báez Molgado